La diferenciación entre el conocimiento y
el ejercicio de ese conocimiento, que constituye la verdadera
sabiduría, fue hecha desde un inicio por las diferentes tradiciones. Ya
Platón había distinguido entre una vida filosófica integral, como la de
Sócrates, y una filosofía discursiva como la de los sofistas, que eran
capaces de grandes acrobacias lingüísticas para persuadir a casi
cualquiera pero no que no eran capaces de poner en práctica sus
argumentos ellos mismos. Aunque la filosofía moderna haya asumido ser un
comentario de la filosofía platónica y considere que el espíritu
helénico es su ilustre ascendente, podríamos afirmar que son los
sofistas los que han triunfado. El conocimiento hoy en día, controlado
por la academia (término que hoy parece mal tomado de la escuela de
Platón) y las instituciones que la fondean, en gran medida se ha
desviado de la concepción original de la filosofía. Presenciamos desde
hace siglos una disociación entre el conocimiento intelectual y la vida
moral y ascética necesaria para encarnar los principios que se discuten y
se defienden como verdades. Pero es una verdad muy endeble la que sólo
se sostiene con palabras y no con actos, ni con la transformación de la
conciencia y el tangible mejoramiento del individuo, tanto moral como
intelectualmente.
Seguramente esta disociación entre el
conocimiento meramente intelectual y la aplicación del conocimiento a
todos los aspectos de la existencia, especialmente aquellos que tienen
que ver con nuestra relación cualitativa con el entorno, ocurrió
paulatinamente con la consolidación del materialismo científico y de la
preeminencia de los valores económicos. En la actualidad hemos llegado
al punto en el que lo importante es ser inteligente (en un sentido
mundano) y no ser bueno; de hecho consideramos que la bondad es sinónimo
de ingenuidad (lo es sólo en un mundo rapaz, donde lo importante es
obtener mayores beneficios personales). Si creemos que sólo existe esta
vida, que avanzamos irremediablemente hacia la nada y que el mundo no
tiene un propósito ni una base eterna –sin alma ni karma, es fácil
pensar entonces que lo importante o deseable es simplemente apilar más
poder y riquezas, pasarla bien un rato sin temer demasiado las
consecuencias. En este sentido, la función del conocimiento se separa de
la virtud moral y la transformación espiritual, para revelarse como una
herramienta para satisfacer nuestros deseos y conseguir bienes
materiales. El materialista podría contestar que existe la continuidad
de la materia, de la especie humana, incrustada en la ciega evolución
del universo, pero su egoísmo está tan instalado, que poca diferencia
hace esto en sus actos y en la práctica le cuesta y no logra empatizar y
“sacrificar” su vida para beneficio de las siguientes generaciones, con
las cuales no tendrá vínculo tangible, puesto que él, en su totalidad,
habrá dejado de existir. Necesitamos creer que estamos unidos
profundamente con los demás para poder ejercitar el bien, la compasión,
la virtud.
Lo que llamamos aquí disociación –pero
que podríamos también considerar una incongruencia entre la
sofisticación del pensamiento y la entereza del acto, hoy en día ha
llegado a un punto crítico, debido a la sobreabundancia de información,
misma que no tiene un equivalente de confirmación y consolidación a
través de la práctica. De la misma manera en que en nuestra época hemos
desarrollado el hábito de existir en espacios virtuales que se
diferencian de lo que en relación llamamos el mundo real, también hemos
desarrollado el hábito del conocimiento virtual a diferencia del
conocimiento real. Nuestro conocimiento está basado en la información y
cada vez tenemos más información, pero esa información sólo nos brinda
un conocimiento virtual y generalmente superficial de las cosas, y no
tiene una equivalencia práctica. Cada vez conocemos más cosas, pero no
existe una relación proporcional con nuestra capacidad de hacer cosas,
esto es desde objetos materiales, como también disciplinas inmateriales
que produzcan resultados tangibles en el cuerpo o en la psique. Hemos
comprado la idea de que la información es por sí misma un bien y que es
equivalente a conocimiento e incluso a conciencia, pero esto es fácil de
refutar mirando a nuestro alrededor y a nuestro interior. Para que la
información se convierta en conocimiento es necesaria la experiencia, es
decir la práctica, que hace que ésta se integre como un todo
coherente.
Algunos analistas de medios han
detectado que nuestra era de la información es también la era de la
desinformación o de la sobreinformación (el escritor Charles Simic la
llama simplemente la era de la ignorancia), en la que el libre acceso se
torna una inundación de información que no pasa por los antiguos
filtros que, si bien a veces restringían la información con fines de
control, también, sobre todo, nos instruían y daban sentido a la
información, separando de alguna manera el grano de la paja. La
abundancia de la información significa también que cada vez existe más
información de poco valor y que el gran torrente de lo nuevo sepulta lo
viejo que había perdurado por alguna razón (quizás porque tenía un valor
basado en principios menos efímeros). A esto se suma que la gran
libertad del hombre moderno –quien tiene el derecho de hacer y consumir
lo que le dé su regalada gana– también lo ha enfrentado con el vacío de
no tener autoridades confiables que lo orienten dentro de este
laberinto. Existe una gran diferencia entre tener acceso a información
–por ejemplo un tratado de alquimia del siglo XVII– y tener un
conocimiento valioso por haber consumido ese contenido. En muchos casos,
como en el ejemplo citado, de hecho el contenido no tiene sentido si no
es puesto en práctica, para lo que a veces es necesario incluso un
maestro que siga dentro de la tradición de ese conocimiento. Asimismo,
la información que impera en los medios electrónicos refleja el
paradigma materialista utilitario en el que se favorecen los contenidos
que puedan tener un beneficio inmediato y que no requieran de un
esfuerzo significativo de la audiencia.
Si bien la filosofía occidental advirtió
sobre este problema, en la filosofía oriental existe toda una tradición
que categóricamente enfatiza que no existe conocimiento verdadero sin
práctica y de hecho la práctica es en jerarquía superior a todo
conocimiento intelectual. En el budismo, por ejemplo, es totalmente
plausible alcanzar la iluminación sin leer ningún libro mientras que se
lleve a cabo una práctica virtuosa, en cambio es completamente inaudito
alcanzar un estado elevado de conciencia solamente leyendo libros sin
que esto vaya acompañado de un accionar. De hecho existen numerosos
maestros que recomiendan abandonar totalmente el aspecto intelectual y
concentrarse únicamente en la práctica, en el trabajo diario de la mente
y el cuerpo (evidentemente en este punto no debemos ser demasiado
extremistas, ya que la mayoría de los maestros budistas o de otra
tradición estará a favor de un equilibrio, puesto que cada uno puede
ayudar a profundizar en el otro).
Rueda del Dharma con venados
El maestro budista de la escuela nyingma, Thinley Norbu, hace una buena labor recalcando esto. En su texto White Sail,
escribe que para no hacer de nuestra vida un completo desperdicio “toda
la actividad humana debe estar conectada al Dharma”. Dharma es un
término interesante, ya que refleja de manera muy especial lo que
venimos diciendo aquí. Por una parte, Dharma se puede traducir como
“ley”, “verdad” o “realidad”, pero también significa el camino o la
práctica misma, es decir, expresa la identidad entre la verdad y la
acción que refleja esa verdad. Coloca en el centro de la filosofía la
congruencia entre el pensamiento y la acción, y conecta la estructura
metafísica con los actos materiales que son el acabado de esa
estructura. Norbu nos exhorta a evitar la tendencia a conocer mucho
“pero sólo usar lo que aprendemos para nuestro propio beneficio temporal
en esta vida”, puesto que este conocimiento se convierte en “un
obstáculo para romper la primacía del ego, ya que no tiene la intención
positiva de alcanzar la iluminación para el beneficio propio y el de los
demás… Si estamos más interesados en adquirir conocimieno que en
conectar el conocimiento con la práctica, no tendremos beneficios
incluso si estamos familiarizados con ideas espirituales”. A esto
último, Chögyam Trungpa lo llama “materialismo espiritual”, una idea de
acumulación de bienes espirituales que no encuentra su liberación en la
práctica y en la que ocurre lo mismo que con el hombre que va guardando
su dinero y sus tesoros sin nunca usarlos.
Además, este mal hábito de acumulación
tiene el efecto negativo de que bloquea el ingreso de nuevo
conocimiento, debido a que al no practicarlo tampoco lo ponemos a prueba
y mantenemos ocupado nuestro sistema de creencias y nuestro espacio de
memoria por esta información que tenemos como cierta, pero que a lo
mucho es una conjetura. Dice Norbu:
La esencia del
aprendizaje es colocarnos en un estado de alerta ante nuestros hábitos
para poder cambiarlos. Así podemos entender lo que sea que aprendemos y
podemos liberarnos de la contradicción. Estudiar sin el aprendizaje más
profundo de la practica puede causar un malentendimiento al desarrollar
el hábito de la intelectualización.
El problema del conocimiento meramente
intelectual es que se pierde del aspecto fundamental de la experiencia,
de aquello que no puede comunicarse solamente con palabras. Leer sobre
una experiencia mística o un estado de conciencia elevado nunca podrá
hacernos experimentar un estado místico o elevar nuestra conciencia,
especialmente si nunca lo hemos experimentado antes. En cambio, la
práctica, eventualmente, después de mucho trabajo, puede conducirnos a
esa experiencia. En una de las famosas conversaciones entre Buda y su
discípulo Ananda, conocido por su gran memoria, Buda distingue la
meditación de la memorización de las enseñanzas y dice que meditar es
como comer un almuerzo, mientras que memorizar las enseñanzas es como
hablar del almuerzo; meditar es como tomarse una medicina mientras que
memorizar las enseñanzas es equivalente a las instrucciones del médico:
es la medicina la que cura. Norbu cita un sutra que dice: “Quien conoce
el Dharma pero no lo practica es como un capitán de barco que lleva a
otros a través del océano pero que él mismo naufraga en el océano”.
Künkhyen Longchen Rabjam nos dice algo que podríamos adaptar
perfectamente al Internet y a la cuasi infinita cantidad de data en la
que estamos inmersos:
Ya que el conocimiento es como las incontables estrellas en el cielo,
El estudio de ideas nunca puede agotarse.
Así, en esta vida, es mejor descubrir la naturaleza profunda,
el significado esencial del Dharmakaya.
Tal vez podemos pensar que estamos lejos
de tradiciones como el budismo con su clara disciplina hacia el Dharma,
o tal vez no estemos inclinados al misticismo. Sin embargo, todas las
tradiciones religiosas y filosóficas tienen un importante componente de
práctica. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que no hay filosofía
sin ética ni estética, es decir sin experiencias que consoliden el saber
filosófico. Por ello, en el platonismo encontramos una identidad entre
las ideas de verdad, bondad y belleza, las cuales son una especie de
Dharma a la occidental. Hacer el bien conduce a lo divino pero también
contemplar la belleza nos lleva a lo bueno y nos permite encontrar lo
universal en lo individual, acercándonos a un valor más profundo que lo
meramente material. En este sentido también el arte puede ser una
práctica filosófica –y no sólo la creación artística sino también la
contemplación artística, no en tanto que intelectualiza, sino que
experimenta directamente una esencia o un arquetipo.
Buda Shakyamuni descendiendo la montaña después de retiro ascético
No sólo en las filosofías orientales
tenemos toda una gama de prácticas ascéticas, también en las diferentes
filosofías grecolatinas. Pensemos en Pitágoras y todos los
requerimientos que imponía para ser admitido en su escuela (entre ellos,
pasar hasta 5 años en silencio). Los cínicos, los estoicos, los
epicúreos, etc., todos tenían una serie de prácticas identificables, ya
sea que fueran dietas, oraciones, libaciones, sacrificios, o una serie
de actos morales predefinidos. Como nos dice Pierre Hadot, la filosofía
antigua es de hecho un “ejercicio espiritual”.
Los tres grandes monoteísmos no podrían
entenderse (y sobre todo vivirse) sin la práctica orientada a
incrementar la disposición espiritual del practicante y acercarlo a
unirse con su dios. Estas practicas –meditación, oración, ayuno,
caridad, etc.– van mucho más lejos de las costumbres modernas como ir a
misa un día a la semana o cosas similares; están integradas a un
continuum en la vida diaria y son inseparables de sus actos más comunes.
Hoy en día, los filósofos que son
tomados como serios, encumbrados en las torres de marfil de las
universidades, no se rebajarían a recomendar una serie de disciplinas
ascéticas o condicionar el acceso al conocimiento a una serie de
prácticas de refinamiento de la percepción –esto es considerado propio
de gurús de autosuperación y personajes intelectualmente inferiores.
El paradigma reinante de la filosofía
como una disciplina mayormente intelectual prioriza la acumulación de
conocimiento –el que más ha leído, el mejor informado, el que más
argumentos puede barajar es considerado el más inteligente e incluso el
más sabio. Esta concepción hace de la inteligencia algo similar a un
bien material que debemos atesorar cuantitativamente y la cual podremos
usar como si fuera una divisa. En la visión oriental, pero que también
encontramos en la tradición mística de Occidente, lo único que se busca
acumular es virtud, todo lo demás es un peso adicional para liberarse de
la rueda de ilusiones y la feria de vanidades que es este mundo.
La razón por la que la filosofía
tradicional y la religión practican no sólo la purificación de las
propias cualidades sino también la bondad y la virtud no es sólo por un
idealismo intelectual, se basa en la convicción –que a su vez se basa en
la experiencia mística– de que la vida personal que experimentos
individualmente es sólo una fase transitoria –y por lo tanto ilusoria–
hacia la realidad de la vida impersonal del ser universal, en el cual el
individuo se abandona para unirse con la totalidad omnipresente. Esto
es el Uno (o la mónada) de Pitágoras, Platón y Plotino; el Tao de
Lao-Tse; el Dharmakaya de los budistas; el Ein Sof de los cabalistas; el
Cristo de los cristianos. Una de las formas principales en las que un
individuo deja el estado que lo separa de la unidad absoluta es
perdiendo importancia personal, olvidándose y abandonándose en el otro,
dirigiendo sus actos ya no a la afirmación de su ego sino al beneficio
de los demás que son la manifestación en el mundo actual de la totalidad
a la cual desea unirse. Es por esto que en su más alta comprensión el
amor y la compasión son afectos universales, dirigidos a todos los seres
y no a un individuo –el cual puede servir únicamente como el umbral
hacia lo universal.
Dice el filósofo Manly P. Hall, el gran
recuperador de las tradiciones místicas, “si quieres conocer la
doctrina, vive la vida” o, en otras palabras, la verdadera sabiduría no
puede aprenderse, debe experimentarse, y no sólo experimentarse una vez
en un salto de la conciencia sino que debe experimentarse de manera
constante aunque discreta, de tal forma que se funda con la existencia
misma, que no haya intervalo entre lo que conocemos y lo que hacemos.
Esta es la función y el secreto mismo de la sabiduría: convertirse en
aquello que uno conoce.